Hace,
más o menos, dos mil ochocientos años había un hombre ciego que se dedicaba a
reflexionar las acciones humanas, se preguntaba por sus causas y miraba cuales debían
ser las acciones correctas a realizar. Ese hombre era llamado poeta. Hoy es
llamado el padre de la cultura occidental y padre de la literatura. Yo lo llamo
el filósofo Homero.
En
su enorme Ilíada, poema que relata la guerra de dos pueblos por la honra de un
marido traicionado, hay un pasaje en el que Zeus envía un mensaje, con la diosa
Iris, a la diosa Hera, e iris le pregunta a Hera: “¿Por qué en vuestro pecho el corazón se enfurece?” Homero
pone en boca de una diosa a otra diosa estas palabras, pero en realidad son
palabras dirigidas, eternamente, a los mortales. ¿Por qué se enfurece nuestro
corazón? ¿Por qué nos enojamos? ¿Por qué sentimos rabia? Este es un sentimiento
natural en los seres humanos.
Recordemos que tenemos tres tipos de conductas inherentes a nosotros. Todos tenemos el deseo, el afecto y la razón. Por el deseo existe la especie humana; difícilmente naceríamos sin el deseo sexual, y el deseo nos hace alimentar e hidratar, sino moriríamos de hambre o sed. Sin los afectos difícilmente querríamos tener una pareja y cuidar nuestros hijos, y sin ellos no defenderíamos lo que nos pertenece: nuestro hogar, nuestra pareja, nuestra familia, nuestra dignidad, nuestras ideas. Sin la razón no hubiésemos inventado la tecnología que nos facilita la vida, ni hubiésemos inventado teorías o modelos que explican el mundo, pero lo más importante, tampoco controlaríamos nuestros deseos y afectos, es decir que la razón es la responsable de que no destruyamos aquello que hemos logrado conseguir. Ella es el freno y equilibrio para las otras dos. La suma de estos tres tipos de conductas nos hace ser lo que somos: la compleja especie humana. Después de recordar lo anterior, nos enteramos que el enojo hace parte de nosotros. Lo que debemos hacer es preguntarnos por la causa de nuestro enojo ya que hay enojos necesarios y enojos innecesarios. El enojo está presente en nuestro ser, pero es la razón la que lo debe controlar. No todo enojo debe ser exteriorizado. Hay enojos menores que se deben controlar: el jarrón que quebró mi hijo pequeño porque no sabía que no debía cogerlo, el disgusto con mi pareja porque se le quemó el arroz, la molestia porque me perdí el capítulo de la serie que me gusta, en fin, aquellas cosas que no son trascendentes. Hay enojos que se deben exteriorizar porque de ellos depende que la vida siga su marcha normal: el malevo que quiere destruir a mi familia, el tramposo que inventa una situación para perjudicar mi empleo, la mentira que intenta destruir mi buen nombre. Pero este enojo, que me permite salvar la normalidad de mi vida, no debe ser un enojo descontrolado sino un enojo gobernado por la razón. El problema es cuando dejo que el enojo se salga de control: golpeo con furia a mi hijo y lo lastimo, discuto de manera fuerte y vulgar con mi pareja y afecto mi relación sentimental, trato mal a mi jefe y pierdo mi empleo, me voy a las manos con alguien y lastimo a la persona o salgo lastimado, etc. Es decir que para estar bien conmigo mismo y con los demás debo preguntarme por qué me enojo y cuáles son aquellas cosas que causan malestar en mi psiquis y perturban mí tranquilidad.
Recordemos que tenemos tres tipos de conductas inherentes a nosotros. Todos tenemos el deseo, el afecto y la razón. Por el deseo existe la especie humana; difícilmente naceríamos sin el deseo sexual, y el deseo nos hace alimentar e hidratar, sino moriríamos de hambre o sed. Sin los afectos difícilmente querríamos tener una pareja y cuidar nuestros hijos, y sin ellos no defenderíamos lo que nos pertenece: nuestro hogar, nuestra pareja, nuestra familia, nuestra dignidad, nuestras ideas. Sin la razón no hubiésemos inventado la tecnología que nos facilita la vida, ni hubiésemos inventado teorías o modelos que explican el mundo, pero lo más importante, tampoco controlaríamos nuestros deseos y afectos, es decir que la razón es la responsable de que no destruyamos aquello que hemos logrado conseguir. Ella es el freno y equilibrio para las otras dos. La suma de estos tres tipos de conductas nos hace ser lo que somos: la compleja especie humana. Después de recordar lo anterior, nos enteramos que el enojo hace parte de nosotros. Lo que debemos hacer es preguntarnos por la causa de nuestro enojo ya que hay enojos necesarios y enojos innecesarios. El enojo está presente en nuestro ser, pero es la razón la que lo debe controlar. No todo enojo debe ser exteriorizado. Hay enojos menores que se deben controlar: el jarrón que quebró mi hijo pequeño porque no sabía que no debía cogerlo, el disgusto con mi pareja porque se le quemó el arroz, la molestia porque me perdí el capítulo de la serie que me gusta, en fin, aquellas cosas que no son trascendentes. Hay enojos que se deben exteriorizar porque de ellos depende que la vida siga su marcha normal: el malevo que quiere destruir a mi familia, el tramposo que inventa una situación para perjudicar mi empleo, la mentira que intenta destruir mi buen nombre. Pero este enojo, que me permite salvar la normalidad de mi vida, no debe ser un enojo descontrolado sino un enojo gobernado por la razón. El problema es cuando dejo que el enojo se salga de control: golpeo con furia a mi hijo y lo lastimo, discuto de manera fuerte y vulgar con mi pareja y afecto mi relación sentimental, trato mal a mi jefe y pierdo mi empleo, me voy a las manos con alguien y lastimo a la persona o salgo lastimado, etc. Es decir que para estar bien conmigo mismo y con los demás debo preguntarme por qué me enojo y cuáles son aquellas cosas que causan malestar en mi psiquis y perturban mí tranquilidad.
El enojo, como el miedo y el amor, entre otros afectos, me permiten ser un humano
del común. El enojo quiere decir que siento como sienten los demás. Pero debo
hacer el ejercicio racional de saber qué cosas me molestan para mantener bajo
control un afecto, que como los demás afectos, si se desborda, y no es controlado por la razón, es destructivo y
aniquila.
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